martes, 25 de marzo de 2014

EL GRAZNIDO DE LOS CUERVOS


El páramo tenía un color gris debido a la espesa niebla y la típica escarcha de estos meses de invierno. Desde lo alto del cerro viejo y durante la estación fría se podía contemplar en toda su extensión las grandes praderas rodeadas de bosques de árboles que habían perdido ya todas sus hojas. Ese manto de hojarasca que cubría el suelo de la espesura hacía que el tono amarillento del suelo contagiara al cielo en su dorado amanecer.

Por seguir la rutina de cada día, el patriarca de la manada de lobos, cuya guarida se situaba en una de las laderas, había salido a husmear el bosque en busca de una posible presa fácil que llevarse a la boca. Su veterana inteligencia lo hacía infalible para la caza, pero su cuerpo empezaba a no poder seguir el ritmo del grupo y se dedicaba a recorrer los 5 o 6 kilómetros a la redonda alrededor de la lobera. Su actitud era muy loable y su voluntad de hierro, pero cuando tu etapa de juventud llega a su declive y la vejez te invade no tienes opciones de salir adelante. Hay que asumirlo.

Su actitud es la de enfrentarse con valentía a su destino y no deja que nadie de la manada se apiade de él. Lo sabe. Le queda poco tiempo para que la luz de sus ojos verdes grisáceos se apague. Es trágico para la manada, pero es el sino de todos. Dejar paso a los nuevos individuos, genéticamente más fuertes, más listos y más adaptados al medio, sobre las antiguas generaciones se convierte en algo habitual en la manada. Es el hombre el único animal que tiene conciencia de la muerte y sabe que algún día debe morir. Los animales no lo saben hasta que el momento se acerca y sucede.

De repente, durante su paseo matinal y sin previo aviso, se empezaron a derrumbar, como si fueran ruinas de una ciudad abandonada y vieja sacudida por un temblor terrestre, todas sus esperanzas de ver brillar de nuevo un amanecer dorado de invierno. Tampoco se volvería a revolcar por el prado con los lobeznos a modo de juego de entrenamiento para la caza. Había llegado la hora.

Lo había dejado todo en orden, había dejado legado su puesto de patriarca a su primogénito y sabía que con él la manada saldría adelante. Su ingente cantidad de prole les llevaría a ser florecientes y dominantes en esa tierra repleta de competidores. No sentía confusión mental, sabía qué es lo que estaba sucediendo y lo único que quería era buscar un lugar confortable y protegido donde recostarse. Las fases de negación e ira ya habían dado paso a la de pacto y su espíritu era más libre que nunca.

De repente cuando estaba sumido en una agradable duermevela que le envolvía su viejo y maltrecho cuerpo, oyó a lo lejos unos graznidos desagradables. Eran los cuervos. Infatigables buscadores de carroña y muerte. Nuca llegó a querer ser pasto de ellos, ya que normalmente tras su botín eran ellos los que llegaban para mondar y repelar sus sobras. ¡Él era el número uno de la cadena alimenticia y no ellos! Pero no tenía fuerzas.

Cuando los graznidos se oyeron más próximos, no pudo más que resignarse, pero de repente, aparecieron de entre los arbustos gran parte del equipo de caza de su manada que rondaba por allí. Aquel día llevaban a tres lobeznos consigo para empezar a instruirles en el arte colectivo e infalible del acecho y acoso en grupo típico de los lobos. Se acercaron para olerle y le mostraron sus respetos con el rabo entre las piernas y las orejas gachas y le hicieron, para su tranquilidad, de escoltas hasta su suspiro final.

Faltaban muchas horas para la llegada del anochecer, pero en ese día la manada sintió y notó su falta de presencia y el ocaso anímico se apoderó de ellos. Así sería durante unos días, pero sus objetivos no eran esos, sus objetivos eran vivir para proteger y alimentar a los que venían detrás, y así sucesivamente.



Quiero dedicar este pequeño fragmento a mi abuelo Alejandro, que en paz descanse.







  

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